martes, 11 de mayo de 2010

El Nazareno (Ricardo Palma)

De cómo el cordero vistió la piel del lobo


Tradición peruana escrita por Don Ricardo Palma en 1859.

Don Diego de Arellano, era un capitan español valiente, intrépido e impío. Se burlaba de la debilidad y pobreza de la gente.

Al mismo tiempo, había un hombre de la Cofradía de los nazarenos que era todo lo contrario a D. Diego y se hacía llamar el Nazareno. Nadie sabía quien era porque se ocultaba bajo la túnica y capucha de los cofrades.

Al final se decubre quien es el Nazareno.

I

El 30 de marzo de 1763 dio fondo en la bahía del Callao el navío San Damián, portador de pliegos de la corona para el Excmo. Sr. D. Manuel de Amat y Juniet, caballero de la orden de San Juan y virrey del Perú. Por entonces era acontecimiento de gran importancia para los habitantes de Lima la llegada de un buque de Ultramar, y las noticias de que él era conductor proporcionaban por largo tiempo el gasto de las tertulias, comentándose y abultándose hasta tal punto, que en breve no las conociera el que las puso en circulación.

Entre los pasajeros del San Damián venía el capitán de arcabuceros D. Diego de Arellano, nombrado por S. M. para encargarse del mando de una compañía. Era el D. Diego mozo de gentil apostura, alegre como unas castañuelas, decidor como un romance de Quevedo y acaudalado como un usurero de hogaño. Hizo en Italia sus primeras armas, logrando amén de la reputación de valiente, que él tenía en mucho, el grado de capitán, que estimaba en no poco. Lo traía también a América el reclamo de una pingüe herencia, legado de un su tío, minero en el Alto Perú, herencia que sin dificultad fue entregada al sobrino, porque éste no quiso tomarse el trabajo de examinar las cuentas que le presentaban. Con lo que, a costa del generoso heredero y del tío que en mal hora pasara a mejor vida, hicieron su agosto esas hambrientas sanguijuelas que el Diccionario de la lengua llama albaceas. El presente se le ofrecía, pues, ligero, derecho y sin tropiezo como camino de hierro.

Justo es añadir que Arellano encontró en Lima una soberbia acogida. Sus hechos militares le daban fama en el ejército; su empleo y distinción le abrían las puertas de las capas más encopetadas; su gallardía le captaba el interés de las damas, y sus riquezas le aseguraban amigos; porque, antes como ahora, averiguada cosa es que nada hay más simpático que el sonido del oro.

Pero de pronto, los más extraños rumores empezaron a correr acerca del capitán, y aunque en ellos había mucho de verdad, concedamos que algo sería fruto de la maledicencia y de la envidia. La conducta misma de D. Diego daba pábulo a la chismografía, porque todas las noches los espléndidos salones de su casa eran teatro de las más escandalosas orgías. Dejó de visitar la sociedad de buen tono que hasta entonces frecuentara, y se entregó perdidamente al trato de mujerzuelas y gente de mal vivir.

Un coplero de tres al cuarto, cuyos versos gozaban de gran boga, sin tener ni la chispa satírica ni la originalidad del poeta limeño Juan de Caviedes, escribió unas jácaras contra el capitán, en las que lo llamaba

«sustentador de querellas,
cuba ambulante de vino,
ocupado de contino
en descomponer doncellas».

Y corriendo de mano en mano las maldecidas rimas, y arrebatándoselas los unos a los otros, que de humanos es buscar lo que tiende a la difamación, vino día en que llegaron a las de D. Diego, quien armando de sendas estacas a dos de sus criados, les mandó descargarlas sobre las espaldas del malhadado hijo de Apolo, para escarmiento de poetas vergonzantes y desvergonzados. El pobrete quedó como jaco de gitano: «con el pellejo curtido y ni un solo hueso sano».

No tanto por defender al zurrado coplero cuanto por aversión hacia el capitán, entablaron varios jóvenes pudientes juicio contra él; mas como no alcanzasen a probar que los criados de D. Diego hubiesen sido los instrumentos de la tunda, resultó a la postre que perdieron el pleito con costas, y además con la obligación de satisfacer al agraviado. Por supuesto que el de Arellano no se conformó con que sus enemigos cantasen el peccavi, y les dijo muy llanamente que era llegada la ocasión de que hablasen los hierros. En consecuencia, tuvo tres desafíos, y tres de sus adversarios sacaron otras tantas heridas de a cuarta; con lo que los demás, acatando la elocuencia que encierra un argumento de lógica toledana, declararon que dejaban al capitán en su buena reputación y fama. Se hecho tierra sobre el negocio, que terminó como la misa del Viernes Santo, y no se volvió a hablar más de las coplas.

Seguía en tanto el capitán su licencioso sistema de vida, y contábase que estando un domingo en el portal con varios camaradas de vicio, acertó a pasar una dama, notable por su hermosura y recato. Oyendo D. Diego que los otros mancebos hablaban de ella con respeto, se sintió picado y apostó que antes de un mes sería dueño de ese tesoro de virtudes. Desde tal día se consagró a obsequiar a la dama y, en mérito de la brevedad, diremos tan sólo que una noche, después de haber invitado a sus amigos para una orgía, los condujo hasta su dormitorio, en el que se hallaba una mujer.

—¡Mentecatos que creéis en la virtud! — les dijo —. Esa mujer iba hoy a pertenecerme. Pues bien: yo no gusto de gazmoñas Y la cedo al que quiera tomarla.

Por corrompidos que fuesen aquellos calaveras no pudieron reprimir un gesto de horror y salieron de la habitación.

Pocas horas después había en Lima un escándalo más. La deshonra de una mujer hermosa es una victoria para las que envidian su belleza. La desventurada, después de buscar vengador en su hermano, que fue muerto en duelo por D. Diego, tuvo que esconder sus lágrimas y su vergüenza entre las rejas de un claustro.

El descrédito que ésta y otras no menos escandalosas aventuras echaron sobre Arellano, no germinaba tan sólo entre la gente acomodada. Su mala reputación se había popularizado hasta tal punto, que ningún mendigo se atrevía a llegar a la puerta de su casa; porque, a bien librar, llevaba la certidumbre de salir derrengado. Jamás tendió el capitán una mano generosa al infortunio, y hablarle de practicar actos caritativos era excitar su hilaridad, desatándola en epigramas contra las busconas y vagabundos. Sólo se contaban de él malas acciones, y es fama que su vino fue siempre borrascoso.

Con la multitud de historias repugnantes de que era el héroe nuestro capitán, excitó las sospechas del Santo Oficio. No sabemos cómo se las compuso con el terrible Tribunal de la Fe. Ello es que éste se conformó con amonestarle y recomendarle que oyese misa, práctica devota a la que nunca se le vio asistir.

Tal era D. Diego de Arellano, uno de los hombres que en la culta capital del virreinato daba, por sus excentricidades y escándalos, asunto a los corrillos de los desocupados. Y nótese que no lo llamamos el único proveedor de la crónica popular, porque existía otro personaje a quien llamaban el Nazareno, ser misterioso que, al contrario del capitán, representaba sobre la tierra la Providencia de los que sufren.

II

Había por entonces en Lima una asociación de devotos conocida con el nombre de Cofradía de los nazarenos. Se reunían las noches de los viernes en una celda del convento de la Merced, de donde salían a la capilla que aún existe contigua al templo, para celebrar la religiosa distribución de las caídas del Señor; terminada la cual esparcíanse por la ciudad, recogiendo y dando limosnas.

Vestían los cofrades aquellas noches una larga túnica morada, ceñida por una cuerda de cáñamo, cubriéndoles la cabeza una capucha del mismo color. Gozaban de gran predicamento en el pueblo; porque, al cabo, él era quien sacaba provecho de la caritativa hermandad.

La estimación por los nazarenos tomó mayores creces desde que en 1763 se afilió en ella un hombre de distinguido continente, que recatándose el rostro en el embozo asistía a las sesiones, que se escondía de los demás para vestir la túnica de la orden, a quien nadie oyó tomar parte en los debates. Todo hacía presumir que fuese persona notable el callado y misterioso nazareno.

Un comerciante muy estimado por su probidad, se encontró un día por consecuencia de malas especulaciones en completa bancarrota. Sus émulos, como sucede siempre, empezaron a murmurar de su honradez; y desesperado el buen hombre, se encerró en su cuarto, preparó un veneno, y resuelto al suicidio, principió a poner en orden los documentos que justificaban su conducta mercantil. Terminaba ya esta operación cuando se le apareció un nazareno; y aunque no ha llegado hasta nosotros la conversación que medió, baste decir que pocas horas más tarde el comerciante satisfizo a sus acreedores y que en breve tiempo restableció su fortuna y el crédito de su casa. Dos años después quiso devolver al nazareno la fuerte suma que le prestara; pero su incógnito salvador le ordenó que fundase una escuela para niños y que el resto lo dividiese entre los necesitados.

En los conventos de monjas se encontraban muchas jóvenes que, anhelando tomar el velo, no podían verificarlo por carecer de la dote prevenida por las constituciones monásticas. Un día el encubierto nazareno se acercó a las superioras o abadesas, poniendo en sus manos el dinero necesario para que fueran admitidas las nuevas esposas del Señor.

Todo aquel que sufría esperaba la noche del viernes. El nazareno parecía multiplicarse y nunca era aguardado en vano. Siempre tenía un alivio para la miseria, un consuelo para el dolor.

Pero este hombre, que era el protector del huérfano y la esperanza del pobre, ¿por qué se encerraba en tan profundo misterio? Nadie logró ver jamás su rostro, y como practicaba el bien sin ostentarlo, el pueblo, que es supersticioso con lo que está fuera de lo común y que en toda buena acción encontraba la huella del nazareno, dio en reverenciarlo como a santo y aun en atribuirle milagros.

Mas antes de abandonar al nazareno, plácenos referir una aventura, que entre las muchas consejas que sobre él corren y que dejamos en el tintero, nos ha parecido digna de ver la luz. Cumple también a nuestro propósito abandonar por un momento la pluma del cronista, para copiar de ese libro que se llama la sociedad uno de los cuadros más íntimos.

III

Episodio de la historia de un libertino

Nunca, hasta aquella noche, habían mis ojos contemplado una mujer tan bella. En su frente juvenil llevaba un no sé qué de vaga y misteriosa melancolía, y a través de sus largas y negras pestañas se adivinaba una lágrima.

¿Cómo la conocí?

Mancebo emprendedor y calavera la había encontrado al cruzar una calle; y aunque el manto que la cubría no me permitió ver sus facciones, presentí que era joven y hermosa. Le dirigí algunas triviales galanterías que, después de obstinado silencio, rechazó con dignidad. Me encapriché en acompañarla a su casa, sin que su resistencia fuera bastante a obligarme a desistir de mi propósito.

Al arrojar el manto que la ocultaba el rostro, quedé inmóvil y extasiado ante un tesoro tal de hermosura y perfecciones. Esa niña llevaba en su ser algo de seráfico, porque su magnífica belleza no hablaba a los sentidos.

Cuando, pasada la primera impresión, examiné la habitación en que me hallaba, vi que era un pequeño cuarto con puerta a la calle de la Recoleta. La más espantosa miseria reinaba en torno suyo.

Mi fascinación se cambió entonces en respeto por esa criatura tan joven y tan sublimemente bella, que, en medio de la corrupción que domina a la humanidad, había podido resistir a la indigencia. Su pobreza me revelaba que era una flor que crecía al borde del abismo. Y sin embargo, si ella lo hubiera querido habría cambiado su situación por el lujo y la opulencia, poniendo como otras desventuradas en subasta sus encantos. Sobre la tierra abundan viejos cínicos, que derrochan el oro para comprar las caricias de esos ángeles manchados con el lodo de la prostitución.

La joven abrió una segunda puerta y me hizo penetrar en otro cuarto escasamente alumbrado por una lamparilla colocada ante la imagen de María. En los extremos se descubrían dos camas de tabla. En una de ellas estaba acostada una mujer y en la otra un anciano, los que al vernos entrar gritaron con voz angustiosa:

—¡Rosa... tengo hambre!

La pobre niña los acarició y les repartió una escudilla de comida. Los ancianos devoraron el alimento, hasta que, saciados, volvieron a gemir exclamando:

—¡Rosa... tengo sed!

Después de haberlos hecho beber, la joven se arrodilló en medio de ambos lechos, repartiendo sus cuidados y consuelos entre los dos infelices, mientras que yo, mudo de estupor, apartaba la vista de tan doloroso cuadro.

Pocos momentos después quedaron dormidos y Rosa me hizo una seña de que la siguiera a la habitación inmediata. Balbuceaba ya una pregunta, cuando ella, anticipándose a mi pensamiento, me dijo ahogando un sollozo:

—Son mis padres... y están locos por mi causa.

Y el llanto bañó abundosamente sus mejillas. Yo comprendí y respeté ese dolor sin nombre permanecimos por largo rato silenciosos.

Al fin se decidió a contarme su historia, que era sobrado sencilla.

Hija única de padres que gozaban de una decente medianía, fue seducida y más tarde abandonada por un libertino. Ante la publicidad de su deshonra y sin medio alguno para repararla, porque el infame había huido de Lima, los padres de Rosa perdieron la razón, sin que los sacrificios y desvelos de ella, que desde ese día se consagró a cuidarlos, bastasen a devolverles el destello divino que distingue al racional del bruto. La miseria, por otra parte, es mal médico; y Rosa no se atrevió a enviarlos al hospital de locos, porque comprendía el bárbaro tratamiento que allí se daba a los enfermos.

La niña calló; y yo, profundamente conmovido, me despedí con religioso respeto de aquel ángel que, lleno de abnegación y de ternura, había sido colocado por Dios para velar sobre los últimos días de dos ancianos.

Cristo que perdonó a Magdalena porque amó mucho, habría también compadecido a esta mujer, que con tan severa expiación purgaba el delito de haber sentido latir un corazón dentro del pecho, de haber obedecido a esa ley de todos los seres que se llama amor.

IV

¿Quién contó al Nazareno el episodio que acabamos de bosquejar?

Sólo sabemos que a la siguiente noche, vestido con el hábito penitente, se apareció en el humilde cuarto de Rosa y que, a fuerza de esmero y de una costosa asistencia, consiguió poco a poco devolver la razón a los ancianos y la calma a la desventurada joven.

Pero como la gratitud casi siempre es bulliciosa, la hija publicó cuanto debía al Nazareno, a pesar del empeño que éste mostró para que el misterio rodease su buena acción.

V

Era la última hora de la tarde de un día de septiembre del año 1767. La campana de San Pablo acababa de dar el solemne toque de oración, cuando el Nazareno penetró en la portería del convento de los padres jesuitas y se dirigió a la celda del Superior. Recibido por éste, puso en sus manos un pliego cerrado. El jesuita examinó detenidamente el sello, y sin abrir el pliego, como si por alguna marca de la cera hubiera adivinado el contenido, se volvió hacia el portador y le dijo:

—Gracias, hermano. Los hijos de Loyola no olvidaremos nunca todo el bien que nos hacéis.

Aquel día había fondeado en el Callao un buque de guerra con procedencia de España. El comandante pasó inmediatamente a Lima y entregó al virrey Amat las comunicaciones de que era conductor.

En el mismo instante daba el Nazareno al Superior de los jesuitas el pliego de que ya hemos hablado.

El virrey se encerró en su gabinete a leer la correspondencia. A las once de la noche regresó del teatro, convocó a la Real Audiencia y, vivamente afectado, puso en su conocimiento que se iba a proceder a la expulsión de los jesuitas. El virrey dictó algunas providencias, y tanto a los oidores como a los individuos que venían a contestarle sobre el cumplimiento de las medidas que les había ordenado, les impuso su excelencia arresto en una sala de palacio. El objeto era que no fuese conocida por los padres la real orden hasta que llegase el momento de la sorpresa.

Pero averiguada cosa es —dice un escritor contemporáneo— que el mismo buque que condujo las comunicaciones para el virrey, traía también instrucciones privadas del Superior de los jesuitas en Madrid. Está envuelto en el misterio el medio que empleó para comunicar sus instrucciones al Superior de Lima, y por la misma nave, y no habiendo en ese día pisado tierra más persona que el comandante, quien ignoraba el contenido de la comunicación real.

Daban las doce de la noche cuando un alcalde de casa y corte, seguido de escribas, corchetes y demás familia menuda de la cohorte que se ocupa en justiciar, tocaban en la portería de San Pablo para cumplir la disposición del ministro de Carlos III, por la que en un mismo día fueron expulsados de las Indias los temidos discípulos de Loyola.

El hermano portero recibió a la comitiva como quien esperaba la visita.

Y así era la verdad. El Superior había congregado desde las ocho de la noche a los demás padres, hecho venir a cinco o seis que se hallaban ausentes del convento, y les dio cuenta del pliego que recibió del Nazareno. Al llegar la comisión del virrey, todos los hermanos, sin faltar uno, estaban sentados en el espacioso y monumental salón del refectorio, con el breviario en la mano y un pequeño bulto de ropa a los pies.

Las instrucciones del conde de Aranda prevenían al virrey que la comunidad se reuniese al toque de campana, que se mantuviese a los padres en la sala capitular y que el Superior mandase buscar a los ausentes. Los comisionados nada tuvieron que hacer en tales puntos. Esto demuestra que también al Superior de Lima le había remitido el de la orden, en Madrid, copia de las prevenciones del ministro.

La real orden fechada en el Pardo a 5 de abril de aquel año fue cumplida en todas sus partes. A la una de la madrugada marcharon los jesuitas al Callao, y a las cinco ponían la planta sobre la cubierta del navío de guerra San José Peruano, que por la tarde se perdió de vista en el horizonte, conduciendo a los que por ciento noventa y nueve años habían ejercido gran dominio en el virreinato.

Los jesuitas —dice Scribener— supieron tomar venganza de la traición practicada con ellos, burlando la avaricia. Por eso se cree que hay fabulosas riquezas enterradas en San Pedro, y hemos visto en nuestros días una sociedad que, con permiso del gobierno, se ocupó en hacer excavaciones para encontrar un tesoro que no había guardado y que puso el templo a riesgo de desplomarse sobre los fieles.

Es fama que también el Superior de las misiones del Paraguay, que se hallaba aquel día a cuarenta leguas de Salta, en una reducción de indios llamada Miraflores, tuvo aviso del golpe que iba a recibir la Compañía, cuatro horas antes de la designada, y que al intimársele el regio mandato contestó sonriendo:

—Tomad las llaves, y ved que nos llevamos un tesoro en el breviario.

Mucho se ha repetido que la expulsión de los jesuitas fue para ellos una sorpresa. Algunos documentos históricos que hemos consultado, y los pormenores mismos sobre la manera como se cumplió la real cédula en Lima, nos están demostrando lo contrario.

Esa orden, tan tenazmente combatida, vuelve en pleno siglo XIX a pretender el dominio de la conciencia humana. Cadáver que como el fénix mitológico renace de sus cenizas, se presenta con nuevas y poderosas armas al combate. La lucha está empeñada. ¡Que Dios ayude a los buenos!

VI

Una mañana de noviembre del año 1774, al abrirse las puertas de la iglesia de la Merced, fueron invadidas sus naves por inmensa muchedumbre.

En el centro del templo, débilmente iluminado, y sobre un modesto catafalco, se veía una caja mortuoria rodeada de los indispensables blandones.

Indudablemente iba a celebrarse allí un oficio de difuntos, y el menos avisado podía conocer, por la pobreza de adorno y de luces, que no se trataba de un funeral como los que la vanidad humana consagra a los magnates. Tampoco era de pensar que el muerto fuese persona querida para el pueblo por sus virtudes o respetada por su talento; porque a serlo, algún signo de dolor se habría notado en los semblantes.

Por el contrario, se diría que la multitud se hallaba convidada para una fiesta; y si el observador se acercaba a los grupos oiría sólo imprecaciones, en escala cada vez mayor, a la memoria del difunto.

—Es un escándalo que entierren a ese perro excomulgado en lugar santo —murmuraba una vieja, santiguándose con la punta de la correa que pendía de su hábito de beata.

—Calle usted, comadre— añadía un lego del convento, mozo de cara abotargada, con un costurón de más en el jeme y algunos dientes de menos-. Apuesto un rosario de quince misterios a que su patrón el demonio se ha robado ya de la caja el cuerpo de ese hereje.

—Doy fe y certifico que el dichoso capitán está ya achicharrado en el infierno— declaraba, con el estupendo aplomo de la gente de su oficio, un escribano de la Real Audiencia, sorbiendo entre palabra y palabra sendas narigadas del cucarachero.

Pero estos murmullos aislados no justifican aún lo bastante el motivo que atraía al templo a la multitud; y para que el lector no se devane el cerebro por acertarlo, le diremos brevemente que, arruinado en su salud por los excesos de la vida caprichosa, y en su fortuna, que se creía inagotable, acababa de pasar al mundo de la verdad el capitán D. Diego de Arellano, disponiendo en su testamento que se vendiese el mezquino y gastado ajuar de su casa, repartiéndose el importe entre los pobres el día del entierro. Así, el que vivo no había dado limosna, era útil en su muerte a los mendigos.

Ítem más, mandaba el susodicho capitán que, al terminarse la función fúnebre y antes de ser su cuerpo conducido a la bóveda, leyese el sacerdote oficiante, en voz clara y sonora, un pliego que, cerrado y lacrado, se hallaba aquella mañana sobre el ataúd, y al que nadie osaba tocar, de miedo que despidiese algún calorcillo infernal.

Queda explicado, pues, que la afluencia del pueblo no era por recibir escasa limosna, en mi entierro al que hasta las plañideras (mujeres cuyo oficio era llorar por aquellos a quienes habían conocido tanto como a la ballena de Jonás) se negaron a funcionar, sino por la curiosidad de saber el contenido del pliego.

La fúnebre ceremonia había ya terminado y se acercaba el momento con tanta ansiedad esperado. Un glacial silencio reinó en la iglesia, cuando el sacerdote tomó en sus manos el pliego y rompió el sello. En el papel sólo había dos líneas escritas.

Pero apenas dio a ellas lectura el ministro de Jesucristo, cuando el pueblo todo, como impelido por un resorte, cayó de rodillas.

Al salir del templo, más de una lágrima no había sido aún enjugada y el dolor estaba pintado en todos los semblantes.

Aquellas lágrimas, hijas de corazones agradecidos, debieron llegar al trono del Altísimo, como una ofrenda purificadora para el alma de aquel que, desde su lecho de muerte, decía en el pliego que leyó el sacerdote:

¡ROGAD POR MÍ!
YO HE SIDO EL NAZARENO.

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